lunes, 19 de octubre de 2015

Louise

Supo de ella en las páginas que dibujó Guido Crepax, esa Valentina audaz y enigmática, de piernas largas y mirada ensoñadora. Más adelante volvió a encontrarla de la mano de Corto Maltés y en Venecia: ahí estaba ya la risa vivaz y la piel luminosa de las que se enamoró después, viendo sus películas una y otra vez.

Leyó mucho sobre ella antes de decidirse, y por fin, una mañana despejada de octubre, Lupita introdujo el pertinente algoritmo en las entrañas de la Máquina y saltó atrás en el tiempo. Se instaló en Rochester y se las arregló para colarse en su casa con el equipo de la RAI que la visitó en 1983: allí estaba también Hugo Pratt, tan fascinado como ella misma. 


Durante los siguientes dos años, la vio a menudo. Escuchó las historias sobre su vida, el Hollywood del cine mudo, sus trabajos europeos, el alcohol, el sonoro, el eclipse. Aprendió a desentenderse del mito y llegó a amar a esa mujer ya muy destruída que era mucho más que sus recuerdos. 

Huyó dos días antes de su muerte, saltó aún más atrás, los años veinte. Quería cerrar el círculo, verla en su esplendor. Pero no se acercó a ella, prefirió contemplarla de lejos, como en una pantalla de cine, y quedarse con el recuerdo de quien después fue.

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